El via crucis femenino
por Verónica Maza Bustamante
Todo empieza cuando, siendo todavía una niña, un día comienzas a menstruar. Tu madre te dice que es un momento especial porque desde ahora eres una mujer y, aunque no sería lo óptimo dada tu edad, ya estás capacitada para procrear. Tú escuchas sus palabras como un eco lejano. Te preguntas para qué carajos querrías un hijo y tu mente no puede alejar el recuerdo de tu pantaleta cubierta por un algo viscoso y colorado. Lo que todavía no sabes es que acaba de empezar tu martirio, que, de ahora en adelante, la palabra "ginecólogo" se convertirá en la más frecuente que a nivel médico puedas escuchar a lo largo de toda tu vida.
Quizá tomas conciencia en el momento preciso en que tienes tu primer cólico, cuando sientes en la parte inferior del vientre un dolor tan intenso que te hace palidecer, que te provoca náuseas y, sobre todo, te origina un sentimiento de vergüenza nunca antes conocido. En tu casa no saben si llevarte al pediatra o al ginecólogo. Mientras tú estás acostada en posición fetal, tus hermanos y tus padres deciden por unanimidad que ya estás grandecita y debes ir a este último.
Cuando llegas, el doctor te habla con cariño pero aún así te aprieta el vientre en la parte en donde se localizan los ovarios, te pregunta si te duele y te vuelve a apretar en círculos con sus dedos. En ese momento dejas de mirar el techo y te preguntas para qué servirán esos fierros plateados que ostenta la cama en su parte inferior. La duda te queda hasta que, años después, cuando llevas una vida sexual activa, vuelves a visitar al ginecólogo y comprendes que en esas estructuras metálicas, que más bien parecen parte de un instrumento digno de la Inquisición, van tus piernas.
Lo peor de estar en la camilla de un consultorio ginecológico es que nunca ves lo que te están haciendo y la imaginación te puede llevar a extremos por demás desesperantes o, incluso, perversos. Lo único que puedes mirar son tus muslos cubiertos por una tela de color azul y la cabeza del doctor subiendo y bajando al otro lado de esa especie de tienda de campaña tras la que se esconde algo que tú nunca verás a detalle. Eso sí, sientes y bien. Puede ser que tengan que dilatarte con una paleta plástica o que simplemente te hagan "el tacto". En el primero de los casos, piensas que es imposible que tu vagina se abra tanto, que sería mejor que te estuvieran violando dos negros al mismo tiempo que soportar esa cosa por varios minutos. Pero, bueno -te consuelas-, por ahí saldrán mis hijos y seguramente serán mucho más grandes que ese aparatejo. La segunda opción es menos dolorosa pero más complicada a nivel psicológico. Cuando el médico introduce sus dedos para hacer la exploración, no sabes si debes mirar el techo y pensar que tienes que ir a visitar al osito panda en el zoológico de Chapultepec, o cerrar los ojos para fantasear que estás con tu hombre en una playa desierta y que lo que estás sintiendo no es más que el resultado de su pasión. Sin embargo, vuelves a la realidad de sopetón cuando sientes que alguien menea tus ovarios de un lado a otro y abres los ojos para descubrir, con terror, que de la tienda de campaña sale un sonriente chaparro bigotón que se quita los guantes con un chasquido.
Maldito ginecólogo, piensas, y aunque sabes que cada seis meses tienes que verificar la existencia de células anormales en el tejido uterino mediante ese temido estudio llamado Papanicolau, terminas entrando en la estadística que señala que 80 por ciento de las mujeres no se lo practican, y pueden pasar tres o cinco años sin que te lo hagas, un poco por desidia y otro tanto porque detestas visitar el consultorio. Lo que tal vez desconoces es que una de cada nueve mujeres mexicanas fallece a causa de cáncer de mama, que el cáncer cervicouterino origina una muerte cada dos horas (al año dejan de existir cuatro mil 500 mujeres, por lo que se ha convertido en la primera causa de defunción entre la población femenina) y que el Papanicolau no sólo descubre células cancerígenas -que se pueden eliminar si se detectan a tiempo-, sino también bacterias, hongos, virus y parásitos.
Porque, mi reina, existen otras monadas escondidas en tu aparato reproductor con nombres tan absurdos y extraños que ni en tus peores pesadillas podrías visualizar: candida albicans, tricomonas, vaginosis bacteriana, herpes, gonorrea, sífilis y condilomatosis, esta última producto del virus del papiloma humano, el cual a últimas fechas se ha convertido en el terror de los ginecólogos por ser contagioso, no mostrar ningún síntoma y estar asociado en un 95 por ciento al cáncer cervicouterino. Eso sin mencionar los quistes o miomas uterinos, que te producen dolores insoportables, sangrados abundantes y problemas para concebir.
Cuando comprendes todo esto, la paleta plástica termina siendo una bendición e incluso te deja de importar que a lo mejor en ese mismo potro de tortura en donde colocas tus posaderas, hace unas horas se practicó un legado clandestino. Sin embargo -oh no, aún hay más- ahí no termina tu calvario, porque al paso de los años surgen otros problemas. Cuando entras a la menopausia y te llegan los bochornos, se alteran tus hormonas y pones en riesgo 30 años de matrimonio debido a tus diabólicos cambios de humor, extrañas esos días en que, en plena junta de trabajo, sentías cómo te bajaban los cuagulos menstruales y no sabías si salir corriendo o quedarte sentada hasta el final de los tiempos.
Maldita edad, piensas entonces, porque después de los 40 años debes practicarte un examen rectal cada 12 meses y una rectosigmoidoscopia cada 36 para desechar la posibilidad de tener cáncer de colon, además de que te encuentras en riesgo de padecer osteoporosis, esa enfermedad que provoca la pérdida de resistencia en los huesos.
Finalmente, no te queda más que agradecer que la medicina moderna vaya evolucionando a mil por hora y encuentre remedio para muchos de esos males siempre y cuando sean detectados a tiempo. Aunque eso sí, seguramente hasta el día de tu muerte permanecerá en tu memoria la idea de que la culpa de todo la tiene Eva y su desgraciado pecado, a pesar de los beneficios que haya conseguido, como diría el chiste, al convencer a Dios de que le dejara pagar su penitencia de sangrar durante toda la vida, en cómodas mensualidades.
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home